El Narrador (2 de 4)
Al escribir un relato, el capítulo de una novela o una
novela entera, debemos preguntarnos: “¿Qué quiero decir?” Lo cual se conecta
inevitablemente con: “Cómo lo voy a decir”. Ahí es donde entra en juego el
narrador, elemento determinante que organiza la narración. Adoptando diversas
perspectivas orienta al lector. Entonces, debemos elegir un punto real o
imaginario desde donde enfocaremos los hechos a través del narrador, que lo
contará en un tono de voz también elegido por razones de conveniencia. Del tono
hablaremos más adelante, por ahora nos detendremos en las focalizaciones o
lugares desde donde se enfoca. Para perfilar el narrador, conviene que nos
preguntemos: ¿Qué focalizo? ¿Cómo lo focalizo?
¿Qué perspectivas puede adoptar?
En las novelas de aventura, donde el interés se centra en el
misterio, el narrador no nos revela todo inmediatamente.
Según cual sea el efecto que queremos lograr, recurrimos a
uno u otro, como por ejemplo, en la escena de la carroza de Madame Bovary, enteramente contada
desde un punto de vista externo e inocente.
Otras veces hemos visto al protagonista actuar delante de
nosotros sin que jamás se nos informe de sus pensamientos o sus sentimientos;
como en las novelas de Dashiel Hammett y algunas de Hemingway, donde la
discreción del narrador le deja al lector total libertad para adivinar.
Es el caso opuesto al narrador omnisciente que puede
abrumarnos con su exceso de información.
Las perspectivas principales que el narrador puede adoptar
son:
a) Omnisciente. Narrador que focaliza
todo. Su visión es total
b) Protagonista. Narrador que focaliza
lo que le concierne. Su visión es limitada.
c) Testigo. Narrador que focaliza
parcialmente. Su visión es limitada.
Cada una de las perspectivas o
focalizaciones mencionadas tiene sus variantes.
d) Modo cinematográfico. El narrador
expresa sólo actuaciones.
e) Personajes que narran a través de los diálogos.
Si bien cada narrador elegido por el escritor ofrece
ventajas y desventajas a la hora de poner en marcha un mundo no hay
limitaciones para dicha elección. Conocer los riesgos de unos más que de otros
no implica descartarlos. Ni aun en el caso del narrador omnisciente, contra el
que se han alzado los escritores a principios del siglo XX. Fue la técnica
tradicional de la novela, y especialmente en el siglo XIX, de la que se hizo
uso y abuso durante mucho tiempo. Es bueno conocer, como decíamos, las causas
por las que entró en crisis. Pero no para rechazarlo como norma, sino para
descubrir una herramienta que en algún momento puede sernos útil.
De hecho, así lo han decidido algunos escritores
contemporáneos, como García Márquez o Saramago, que han utilizado al narrador
omnisciente en algunas de sus obras.
El saber del narrador
Tal como ya señalamos, cómo contar depende de cómo saber.
Así se establece la relación entre el conocimiento del narrador y el de los
personajes, que puede ser
Mayor: el narrador sabe más que
los personajes
Igual: el narrador y los
personajes saben lo mismo
Menor: el narrador sabe menos
que los personajes
En el caso del narrador omnisciente, su saber es mayor.
Abarca absolutamente todos os aspectos de un drama, incluso los más ínfimos e
impenetrables.
Típico es el ejemplo de Balzac, que con este modo de narrar
pretende ser lo más realista posible.
Variación
de
perspectivas
Gustave Flauvert
Retomamos los ejemplos antes citados para comprobar las
perspectivas “discretas” que adoptan los narradores en algunos fragmentos de
novelas clásicas.
En Madame Bovary, de Gustave Flauvert, la escena
contada desde el punto de vista del testigo externo que no opina:
“Y en el puerto, entre bidones y barricas, y en las calles, al borde de
las aceras, los ciudadanos abrían unos ojos como platos ante aquello tan
extraordinario en provincias: un coche con las cortinillas bajadas que
reaparecía continuamente, más cerrado que una tumba y bamboleándose como un
navío. (…)
Después, hacia las seis, el coche se detuvo en una calleja del barrio
de Beauvoisine y se apeó una mujer que marchaba con el velo caído y sin volver
la cabeza.”
En El halcón maltés, de Dashiell Hammett, hay un
narrador más discreto todavía. Cuenta sólo lo que ve sin opinar:
“Una voz dijo ‘gracias’ tan quedamente que sólo una perfecta
articulación hizo inteligible la palabra, y una mujer joven pasó por la puerta.
Avanzó despacio, como tanteando el piso, mirando a Spade con ojos de color
cobalto, a la vez tímidos y penetrantes.
Era alta, cimbreña, sin un solo ángulo. Se mantenía derecha y era alta
de pecho. Iba vestida en dos tonos de azul (…). A través de su sonrisa brillaba
la blancura de los dientes.”
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